Me subí al avión. El vuelo era de madrugada. Hacía un clima frío y húmedo en la ciudad. Así despedía la temporada de fiestas. Tomé mi teléfono y busqué un libro entre mis archivos, ya que la cabina del avión venía oscura porque la mayoría de los pasajeros prefieren dormir cuando el vuelo es tan temprano. A tres mil pies de altura el avión se agitó entre las heladas nubes y los vientos árticos. Era como si King Kong hubiese tomado la nave desde un ala y jugara con ella. Recuerdo que la primera vez que me sentí nervioso por una turbulencia fue en un vuelo de Lima a la Ciudad de México, y eso fue porque el vuelvo duraba más de cinco horas y duramos alrededor de una en la zona de los problemas. Escuché a una señora susurrar que el ver por la ventana le daba pánico. Supongo que hay mucha gente que se ha subido decenas de veces a un avión y aún le da nervios la zona de turbulencia. A mí ya me pasó esa etapa, es como una alegoría de la vida misma. Alguien lleva el mando de la nave, y cuando hay problemas no queda más que controlarle para dejar que pase porque hay situaciones en las que guardar la calma es lo único y lo más efectivo que se puede hacer. Dejar que la crisis reviente como una burbuja y observarla con atención. Me recuerda a un koan de la filosofía zen que un maestro una vez dijo a sus disciplina: En medio del bosque te persigue un tigre ¿Qué haces?. El tigre es el caos, el pánico, el peligro y todo lo que representa aquello de lo que no tenemos control. Cuando lo reflexiono de esa forma, la zona de turbulencia no parece ser un gran problema.
Quetzal Noah