Viajar en trenes. Perder un par de buses. Beber cerveza barata y de gran calidad. Batallar para comprar billetes de tren o encontrar personal de información turística. Leer un par de libros en el trayecto de los viajes. Contemplar cuadros y cuadros de pinturas que te provocan extrañas mareas de bichos en las entrañas de la felicidad. Comer kebabs a falta de tacos. Ser mal atendido por personal turco o pakistaní. Buscar un imán en cada lugar. Beber café negro y pesado. Desayunar a diario cruasán. Caminar más de quince kilómetros diarios. Decepcionantes habitaciones reservadas por booking. Intentos de estafa en cada plaza. Yunkies y migrantes carcomidos por la desesperanza y el olvido en las estaciones de tren. Hedores insoportables de humanos que detestan el baño diario en el transporte público. Pinchos de frutos del mar e iglesias que te cobran por encender una vela. Vendedores neuróticos y chinos amables atendiendo en sus tienditas. Nostalgia por los jardines de Viena y un leve hastío por el turismo masivo en Roma y Venecia. El fracaso en la expectativa de la vida nocturna en Ámsterdam y la asombrosa calidad laboral y de vida en Luxemburgo.
Son algunas de las cosas latentes que yacen en el diario de mis viajes. Y pienso en algo: un libro me trajo todo esto.
Quetzal Noah