En días pasados perdí un cuaderno con un montón de textos muy importantes para mí. En ellos indagué en exploraciones filosóficas sobre el apego, la enfermedad, el dolor, la muerte, la forma que toma el amor al evolucionar. Era un cuaderno donde experimentaba una escritura más atrevida, menos vulgar y sincera. Aparte de que fue un regalo de una lectora de San Luis Potosí. La pérdida de un cuaderno o un borrador con distintos escritos es una experiencia aterradora para un escritor. Y no tanto por quién encuentre el cuaderno o no. Sino porque es como perder a un compañero, como despedir a un amigo que sabes que no volverá, una irreemplazable ausencia. Uno no comprende el valor de su escritura hasta que se llega a extraviar una libreta o picar por error la tecla borrar en algún documento.
Tuve una experiencia similar cuando ingresé a la universidad. En aquel entonces intentaba escribir mi primera novela sobre un viaje en el tiempo. Como eran los primeros días de clases aún no compraba cuadernos y tuve la brillante idea de llevar uno donde mi proyecto apenas veía la luz de las letras de un joven entusiasta. Tenía la mala costumbre de colocar cuadernos y libros en la lamina bajo el pupitre. Nunca lo recuperé. Sólo se esfumó. Aunque pregunté por él nadie dió con su paradero ¿A quién le podrían servir unas páginas de un intento de escritor?
El dolor de aquella ausencia me desanimaba. Me hacía reflexionar si de verdad valía la pena retomar la pluma y llenar hojas y hojas las cuales no me estaban llevando a ningún lado. Abandoné los cuadernos por un rato y me puse a escribir desde mi vieja computadora.
Con el tiempo mejoré considerablemente mi estilo y encontré mi propia voz. La pérdida solamente me motivo a entender que cualquier camino está lleno de estas intermitentes y pequeñas ausencias que se convierten en un ejercicio de fortaleza y creatividad para continuar.
Ya lo he dicho antes: Hay que acostumbrarse a las pérdidas. Crecemos perdiendo. Caminamos perdiendo. Perder un diente, perder un amigo, un hermano, un tío, un primo, a los abuelos, a nuestros padres, un año escolar, un buen trabajo, el dinero, un teléfono, un autobús, etc. Un amigo perdió su cámara profesional en un pueblo mágico. Yo perdí mi telescopio en Puerto Escondido, mi gorpro en Barcelona, mi billetera en Tulum. Pero también perdí el temor a la soledad en Guatemala, perdí la pena a cantar en público en Palenque, perdí el miedo recitar mis poemas en Lima. Es curioso cuando nos damos cuenta que las pérdidas a veces completan otra parte de nosotros porque también le perdí el temor al qué dirán, al pulpo hecho de sacar mi libro y brillar en el paraíso del fracaso.
Un día un mochilero me contó que perdió su instrumento musical en un lugar de Sudamérica. Que le dolió mucho ya que el instrumento era su fuente de trabajo. Sin embargo, aquel viaje que hizo por seis países le hizo reflexionar en su travesía. Que por todo lo aprendido era justo que en un lugar se quedara algo de nosotros. Como una ofrenda. Como un desapego para ir caminando más ligeros y llegar más lejos.
Desde aquella historia me gusta pensar que cuando pierdo algo es solamente el lugar diciéndome: Estás aprendiendo algo chingón, tienes que dejar algo. Y bueno. Así me pasó en Guadalajara. En aquella ciudad encontré la feria del libro más grande de Latinoamérica. Tuve mi oportunidad de estar en la música independiente. Abrí mi blog y comencé una nueva novela que fue ganando seguidores. Tuve una de las entrevistas más chingonas con celebridades de la radio nacional. He estado en sus diarios. Cada vez que voy conozco gente muy talentosa e interesante que me invitan a sus proyectos. Guadalajara me dio mi primer fan que ahora es un gran amigo mío. Tuve romances y despedidas. He escrito mucho sobre Guadalajara. Tal vez sólo era momento de dejar algo por allá. Que la esencia de mis palabras viaje por toda la ciudad.
Quetzal Noah