Historias de la cerveza

Historias de la cerveza: La dorada ice en Flores

 

La primera vez que bebí una cerveza extranjera fuera de México fue en Guatemala. Entré a aquel país por el lado de Belice. Recuerdo que, por distraído, no sellé mi pasaporte al entrar y ninguna autoridad lo notó hasta que intenté llegar a El Salvador; pero esa es otra historia.

Anduve un rato explorando ese cruce fronterizo, llegué a un pueblo donde la economía prosperaba en base a las abarroteras. Tomé una combi hasta Flores, Petén. En el paradero de camionetas salían tuctucs que iban hasta la Isla por 10 quetzales (unos veinte pesos en aquel entonces). La Isla de Flores estaba pegada a la ciudad. Lo particular de la Isla es que era un pueblo pintoresco, colorido, con una vista hermosa al lago, lleno de calles empedradas. Era como un pueblito de Cinque Terre, en Italia o como Guanajuato sólo que rodeado de agua.

Justo en el centro de la isla se alzaba una loma en donde se asentaba una plaza con una iglesia y una cancha de basquetbol. Junto a la cancha un par de tejabanes expendía refrescos y golosinas. Lo que me sorprendió aquella vez fue que vendían cerveza. Sí, en un parque junto a una iglesia. Algunos muchachos bebían sin preocupación alguna. Un par de policías pasó y no les dijo nada. Supuse que era habitual. Quise sentirme parte del lugar y pedí una. Cinco quetzales me costó (unos diez pesos). En ningún lugar que estuve antes una cerveza me había salido tan barata. La lata era azul y decía Dorada Ice. Era refrescante, hacía un calor húmedo y mi camiseta estaba pegada al cuerpo y mis pies hinchados. Pero en aquel momento, las fronteras del sabor se abrieron ante mis labios y me sentí un viajero iniciando su nueva aventura. Fui el muchacho más afortunado del mundo en ese instante.

Esa tarde caminé por la Isla y encontré un hostal. Mi tarjeta no pasó porque estaba bloqueada para hacer compras en el extranjero. De cualquier forma, sólo llevaba como quinientos pesos en ella. La señorita de la recepción se portó con esa notable amabilidad de los guatemaltecos y me dejó instalarme. Le conté mi situación y me dijo que podía hacer una llamada desde las oficinas de turismo de la isla.

Dejé mis cosas, sólo tomé la guitarra. En la parte del malecón de la Isla había un par de restaurantes, discotecas y bares. Y en un apartado puestos de deliciosos manjares callejeros. La gente se sentaba en una barra de piedra junto al lago. Yo saqué la guitarra y canté un par de canciones de José Alfredo. Saqué para pagar mi hostal y cenar. Y hasta me sobró para regresar a una tienda y comprarme otro par de cervezas dorada ice. Estaba chupando en otro país, ya era un bebedor internacional.

A veces sólo hay que dejar que la vida suceda y dejar que su nos enseñe su ritmo para bailar con ella.

 

Quetzal Noah

 

 

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