Cuentos

Ganas de irse

El tequila ardía en mi garganta como mi conciencia. Me senté en el taburete del bar, rodeado de sombras y olvidos. La ciudad de Monterrey siempre me parecía triste, con la gente yendo de un lado a otro sin saber quiénes son, comprando cosas de marca para darle sentido a su vida porque no conocen otra manera de ser felices. Parecía un lejano eco que nunca me alcanza, un rumor de vidas que seguían adelante sin mí. Había perdido a Sarah en una discusión estúpida, una de esas que te dejan sin aliento y sin sentido.

Recuerdo su rostro, pálido y tenso, sus ojos llenos de lágrimas y reproche. «No puedo más», me dijo, y se fue. Ahora, aquí estaba yo, viendo mi pasado en el fondo de la botella de Don Julio 70, porque un dolor también se celebra. Pero el dolor no se ahoga, solo se esconde, esperando a que te quedes solo para saltar sobre ti como un animal hambriento.

Pensé en viajar, en irme lejos, en perderme en el mapa. Tal vez en Palenque, embriagarme de chela artesanal en Tijuana, irme a gentrificar Mazunte con los ahorros que me quedaban o partir a cualquier lugar donde el sol quemara mis recuerdos. Pero sabía que no funcionaría. Los recuerdos te siguen, como un perrito de la calle al que le das de comer. El bartender me miró con ojos compasivos, como si supiera mi historia. «Otra botella, amigo?», me preguntó. Pero te echas una conmigo. Cuando estás solo y no hay nadie con quien hablar el bartender se vuelve tu mejor amigo. No había nada que decir.

La noche avanzaba, lenta y pesada, como un cadáver que no quería ser enterrado. Pensé en Sarah, en su sonrisa, en sus piernas largas, su falda que siempre le quería arrancar , en su olor. Y me odié por haberla perdido. El viaje, tal vez, sería una huida, un intento de escapar de mí mismo. Pero sabía que no funcionaría. Porque, al final, siempre te encuentras con tus propios demonios, en cualquier lugar del mundo.

Así que me quedé ahí, en el bar, bebiendo y pensando, sumergido en mi propio infierno. Porque, en realidad, no había ningún lugar al que ir, ningún viaje que tomar. Solo estaba yo, mi dolor, y el tequila que ardía en mi garganta.

 

«Pedí una cerveza y me trajeron un recuerdo», Quetzal Noah

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