La mañana del domingo en que Lupillo partió de Tulum estaba nublada. Al mediodía un aguacero cayó con tal furia que las calles mal pavimentadas se volvieron pantanos de lodazales. Lupillo tenía que dejar el cuarto antes de la una de la tarde. Se preguntó a sí mismo si volvería a experimentar un hechizo parecido al de aquella mujer que le mostró el amor como un reflejo de la libertad a la que aspiramos los seremos humanos. Sentía una terrible ausencia, como la del escritor que pierde un diario o el del músico al que le hurtan su instrumento. No le pidió su teléfono ni su contacto de facebook porque ella le dijo que si aquello que vivieron era tan especial sería la misma vida la que los volvería a juntar, echando así una suerte al destino de la cual él no era muy creyente. Y fue así que sin un amor que le estremeciera la piel, días con escasas sonrisas o un proyecto fijo que lo motivara a seguir creciendo; se dio cuenta que ya no tenía razones para seguir en el mismo sitio. No tiene nada de malo irse cuando sientes que no estás avanzando. El aguacero cesó un poco y aprovechó para avanzar con rumbo a la terminal de autobuses. Estaba decidido a llegar a Mérida si es que había una corrida. Pero la sabiduría viajera le tenía otros planes. En la pantalla de las salidas solamente aparecía una salida a Chetumal con una parada en Bacalar. Unos días antes escuchó que valía la pena quedarse unos días en la serenidad de la laguna para deslumbrar la emoción ante su paleta natural de colores. Lupillo compró su boleto y durmió casi todo el camino. El autobús llegó a Bacalar. Era uno de esos domingos en los que los viajeros extrañan la comida familiar al pasar por las casas donde padres, hijos, sobrinos y nietos conviven viendo el fútbol o prendiendo el asador.
Caminó dejándose llevar por la sabiduría viajera para encontrar la plaza del pueblo y buscar un lugar para pasar la noche. El verano estaba partiendo al sur. Poco a poco el cielo volvía a despejarse. Al horizonte el reflejo de la laguna lo invitaba a detenerse por un rato. Caminó hacia ella. Encontró un depósito y se compró una caguama. Una caguama en un domingo solitario es como una encontrar a un amigo de la secundaria que no se ve hace años. La alegría en los pequeños detalles que ignoramos por ir apresurados por la vida es el tesoro de los mochileros. Caminó por el muelle de madera y sumergió sus pies en el agua. Abrió la caguama, sacó su guitarra y se puso a tocar un par de rolitas para él. De nuevo la soledad era ese lugar tan agradable del que uno casi nunca se quiere ir. Estuvo ahí hasta que el ocaso le reveló los tonos pastel de la inmutable parsimonia de la laguna. En sus adentros reflexionaba si el Dios que dicen que ha creado este mundo primero fue un artista para imaginarlo de tal manera que en los momentos más alejados de todo aquello que creemos que nos pertenece termine por conmovernos. Lupillo le dio el último trago a la caguama y se levantó. De nuevo solo. De nuevo otro lugar. De nuevo otra cama. De nuevo la sabiduría viajera recordándole que todo está en su derecho de disiparse o desvanecerse como el humo del cigarro que asciende al cielo.
¿Cómo convertirse en mochilero?, Quetzal Noah
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