¿Quién recuerda la primera vez que lloró o su primera sonrisa? ¿O cuando experimentó la tristeza sin saber lo que era? Todas estas cosas nos recuerdan que vivimos. Nos acostumbramos a vivir antes que a pensar. Es por ello que cuando hacemos lo que sentimos a veces no lo pensamos debidamente y nos dan en la madre, pero ¿qué importa? El corazón es para usarse.
Comencé hablar en chat con Sofía. Yo le mandaba poemas y ella ponía likes en mis estados. Naturalmente como no teníamos un lazo que nos comprometiera pudimos conversar un poco de lo que llevábamos en los corazones. Ella me nombró Pájaro de palabras bonitas. Resultó que vivía muy cerca de mi casa. Cierto día hizo una invitación abierta al público para que se anticipasen a hacer planes para ir a escucharle a un bar en el Barrio Antiguo llamado Mac. Le dije que la iría a ver. Sólo lo mencioné una vez y no lo repetí nuevamente porque como hombre de palabra debo ejecutarla para que hablen por mí mis acciones. Se llegó el día y en el bar se pagaba un cover para meter cerveza.
Me llevé algunas y al entrar en el escenario vi una mujer de cabellos cortos ensortijados arriba de una tarima sentada sobre un banco, llevaba unas botas con medias negras. Me acomodé en una esquina y escuché una voz. Miré alrededor y a mi derecha una mano se meneaba en el aire. Era Sofy. La saludé y preguntó por el motivo de mi presencia en ese bar. La respuesta era lo que estaba frente al micrófono. Al decir verdad no escuché su canto muy atento. Entre cigarros y cerveza reflexioné sobre el tiempo que pasó desde la última vez en que pisé el Mac. El escenario le iba bien a su rostro. Retumbaron en las paredes de aquella vieja casona los aplausos de despedida. Ella bajó y pensé en ir a saludarla o esperar. Dejé que sucediera lo segundo y así como dejé que sucediera su recorrido entre las mesas por las que yo bebía, dejé que los caprichos de mi poesía me envolvieran, dejé que se quebraran las gárgolas de mis labios para convertirse en guardianes del bosque. Ella caminaba en dirección hacia mí, aunque no exactamente para saludarme sino porque en la mesa de Sofy estaban sus amigos. Su hombro quedó justo frente a mi pecho y mi mano lo alcanzó. Las almendras de sus ojos destellaron un campo de energía que me elevó al instante y se conectaron con palabras que viajaban por el espacio usando mi voz como canal para comunicarle.
—Señorita. Qué bellas son las mareas de sus cabellos cayendo como cascadas tras los riscos de sus oídos. Yo no sé quiénes sean los dueños de la noche, pero todo el zafiro de la luna se está resbalando en sus mejillas.
—¿Y eso que usted me recibe con palabras tan bonitas? — Preguntó con una melodía a mis oídos más encantadora que aquellas que cantó en el escenario apretando un poco los labios como temiendo que aquel prado de arreboles debajo de su olfato la delatase.
—Pues usted se puede acostumbrar a ellas de ahora en adelante cada que yo la vea o se haga presente en mi vida.
—Deja ir por una cerveza.
—Yo tengo aquí.
—Pero quiero una oscura.
—Es lo mismo. Toma una. —Acto seguido de aceptar mi ofrecimiento.
—Me lastimé un dedo. No estoy tocando tan bien.
—Pues no lo noté.
—¿Por qué viniste?
—Pude haber estado en Costa Rica, Colombia. Pero un error en el sello de mi pasaporte me hizo ir hasta Chiapas y emprender un viaje de la costa al desierto. Y aparte; unos cinco millones de estrellas fueron devorados por su horizonte de sucesos. Una tormenta solar cambió la dirección de varios mensajeros. Una raza acaba de nacer a media eternidad de nosotros. La Tierra siguió girando. En algún intervalo del tiempo y espacio dos partículas que vibran un encuentro las destina ¿te das cuenta? Pudo pasar cualquier cosa y ahora pasó que nos encontramos. — Se escuchó un saxofón y un bajo. Mi voz se perdía entre el ruido.
—No te escucho muy bien. Vas a tener que invitarme un café para que me expliques mejor tu teoría.
—Claro. ¿Qué te parece mañana?
—Tengo libre la tarde.
—Prefería no tener que preocuparnos por el tiempo. Que sea este sábado.
—¿Qué quieres hacer?
—Contigo todo, pero primero el café.
Ella hizo un gesto de extrañeza. Una de esas sonrisas que sólo las chicas conocen y que muestran cuando un chico les dice las cosas de una manera directa sin muchos titubeos.